domingo, 12 de julio de 2020

Lagrimas pochocleras

  


Siempre me considere una fan del cine desde muy temprana edad. Esto me permitió experimentar de distintas formas las historias y, dejó muchas anécdotas. Este texto podría ser fácilmente el primer episodio de una serie de posts contando mis andanzas por lo audiovisual: cómo descubrir el placer de ir al cine sola, las anécdotas de los festivales independientes, como usaba a mi hermano menor como excusa para ir al cine, entre otras. Pero las que más me marcaron en mi infancia tienen como protagonistas a las lágrimas. Son esas historias que nunca dejarán la mesa familiar y que permanecerán como chistes por generaciones. Debería aclarar que no era simplemente lágrimas sino que eran lágrimas inconsolables. Era tanta la empatía que sentía el dolor de los protagonistas como propio, y que ni el final feliz podía calmar. 



Hasta los 12 años viví cerca del kiosco/videoclub Yefacel, en donde alquilaba películas de temática perruna en VHS. Las cuales no todas son alegres y coloridas. Todos los perros van al cielo, que lagrimón. Una vez mis primas, un poco más grandes, nos llevaron a mi y a mi hermano a ver una de esas en donde un labrador juega un deporte. Estas series de películas son super divertidas y ligeras para la edad en la que estábamos. Sin embargo, en los primeros minutos se muestra como el dueño anterior de protagonista peludo lo maltrata. En los ojos de la futura veterinaria era horrible, algo despreciable que solo podía ser expresado en un llanto que durará toda la película. Lo que resultó, en mi prima mayor, la que estaba a cargo, decidiendo no llevarme nunca más en el momento en que me devolvió a mi mamá pronunciando la épica frase: “Acá tenes a tu hija”. 



Un par de años después, el cine Packewaia estaba reestrenando E.T. Esta vez el valiente fue mi hermano mayor. Todo iba joya hasta que el alien se enferma y se estaba por morir. Ya estaba un poco más grande y ya sabía cuando las canillas estaban por abrirse, así que avise. A lo que me respondieron: “Si vas a llorar, anda afuera”. No me dieron muchas opciones así que me quede sentada en las sillas que estaban enfrente al kiosco. Tanta pena le di a la mujer que lo atendía, que insistia en que volviera a la sala porque ya se había curado, que me dio un chupetín. Hasta el día de hoy creo que salí ganando. 


¡¿En serio, a quién le parece tierno o lindo esto?!


Pero mi llanto no se limitaba a las películas. Esta es la favorita de mi mamá, la que siempre me va a reclamar, la que le encanta contar, sobre este tema. Escena: mi mamá en la cocina preparando la cena, mi hermano mayor en la computadora del living-comedor y yo sentada en la mesa viendo las noticias. En las que anuncian que la última gorila blanca, Copito de Nieve, estaba muy viejita y se iba morir pronto. No se olviden que la noticia fue vista desde los ojos de la futura veterinaria. Lo próximo que se escuchó fueron mis lágrimas caer y mi mamá gritando: “¿Qué le hiciste a tu hermana?”. Entre los gimoteos intente de explicar a mi mama que no iba a haber más gorilas blancos en el mundo. Mi mamá me calmo pero no duro mucho. Con la secuela cuando la vida de Copito de Nieve llegó a su fin. Un mes después, mi hermano y mi mamá estaban escuchando la radio, en la que el locutor anuncia que se cumplían un mes exacto de la muerte de la última gorila blanca. Inmediatamente fueron a contarme, a lo que respondí: “¿Quién es Copito de Nieve?”.


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